jueves, 13 de agosto de 2015

Capítulo 8 Mi vecina Amparo


        Recién había  terminado la Segunda Guerra Mundial, y era frecuente ver soldados en las comunidades de visita.  Durante esos primeros años de mi infancia, había un quiosco que quedaba al frente del cuarto de dos piezas rentado donde vivíamos, mi madre mi padre y mis hermanos.  Había un pequeño callejón lateral que conectaba la casa principal del negocio y ese estrecho sitio era nuestro lugar para nuestros juegos infantiles.  Desde hacía varios días había un soldado que frecuentaba el quiosco, nunca olvido su parecido a Roy Rogers, de estatura mediana, delgado y sus ojos chinos me llamaban mucho la atención.  Tendría como 20 años pues lo recuerdo muy joven.  Cuando pasaba por el quiosco me dio con entrar y observarlo.  Resultaba curioso que un niño de esa edad le interesara un hombre joven y buen mozo. 
        El soldado se encontraba conversando con Don Cleofe que era el casero y dueño del negocio y se da cuenta que yo lo miro con cierta admiración.  Entonces se acerca y dobla las rodillas para estar a mi altura y me dice con gesto amigable ¿Cómo te llamas?, yo estaba entre atónito y sorprendido porque cuando se me acerca, lo pude ver con mayor detenimiento y entonces su sonrisa me llego hasta el alma.  Ese fue el primer hombre que me gustaba, mi primer enamoramiento, mi primera ilusión, que nunca podre olvidar.  Comienza a pasarme la mano por la cabeza acariciando mi cabellera.  Y le digo tímidamente mi apodo, y aun sonriente me llama por ese nombre y me dice que quiere ser mi amigo y si quiero irme con él.  
        No sé cómo fue pero mi padre se enteró de esto, pero debe haber sido el viejo Don Cleofe que se lo contó y recibí una pela con una correa que me hizo lamer como perro que ha sido azotado.  Me prohibió acercarme al pequeño quiosco, y mis ilusiones resultaron arrancadas para siempre.  En las noches me imaginaba su rostro hermoso que me besaba y yo felizmente lo amaba.
      A falta de pan, vengan galletas.  Siempre los hombres me gustaron desde niño.  Había observado que teníamos un pene el cual era útil para orinar.  Y una de las noches donde me encontraba en la cama escuchando la radio junto a mi padre, éste se quedó dormido.  Estaba cubierto por una sabana y yo me encontraba a su lado.  La curiosidad me da con levantar la sabana y observar.  Para mi sorpresa se encontraba desnudo.  Era un hombre de bastante corpulencia, y peso.  Procedo a mirarlo detenidamente y como se encontraba desnudo acostado de lado, pude observar que tenía un pene también, pero era realmente algo que me llamo la atención porque era una cosa grande y carnosa rodeada de pelos.  Era algo que no había visto, y quería saber si era de verdad o era imaginario.  Mis pequeñas manos comienzan a tocar aquella masa que se sentía suave y con cierta firmeza a la vez, la sentía pesada y es entonces que mi padre comienza a voltearse para quedar hacia abajo.  Me la perdí.  Había perdido la culebra sin cola, que me llamara tanto la atención.  Pero cuando lleve mis manos a mi cara, pude percibir un olor como a pescado adobado, como el que a veces preparaban en casa.  Era un olor penetrante que nunca había olido y que no pensé fuera así.
        Nosotros teníamos una vecina que se llamaba Amparo y su casa quedaba en la parte de atrás de nuestro cuarto de dos piezas.  Se conectaban por un portón que daba acceso a ambas estructuras.  Yo y mis hermanos a veces pasábamos a jugar a ese patio que era más amplio que el pequeño callejón del cuarto rentado.  La casa era de madera y tenia ciertos huecos en las paredes.  Amparo era una mujer alta, blanca, de grandes senos, nalgas grandes,  buenas piernas, con grandes caderas y caminar sensual como la recuerdo.  Su cuerpo siempre decía, que era su mayor recurso para atraer hombres.  Pero siempre admitía que su cara no la ayudaba, porque aunque recibía piropos cuando iba por la calle, no se atrevía a mirar hacia atrás por miedo de causar decepción a sus admiradores callejeros.  No sé si exagero, pero me parecía a los perros chinos “Po” que ponen en las pagodas. 
        Amparo era amiga de mi madre y siempre conversaban.  Una tarde de navidad teníamos unos juguetes baratos los cuales apreciábamos ante la escasez en que vivíamos.  Entre estos juguetes había unos muñecos como marionetas, había carritos y bolas.  Todos jugábamos con ellos, pero a mi especialmente me gustaban los muñecos de marioneta en madera porque doblaban los brazos y las piernas para ponerlos en distintas posiciones.  Amparo comienza a darse cuenta de que yo prefiero los muñecos a las bolas o los carritos.  Y le comenta a mi madre,--Mira ese nene, deben de quitarle esos muñecos porque los varones no juegan con eso.--  Ella le contesta que soy todavía pequeño, que me deja entretener con eso.  Ella insiste – Los nenes no juegan con muñecas, — y me arrebata los muñecos y se apodera de ellos.  Esa fue la última vez que vi los muñecos.  Comenzaba a caerme mal la doña desde entonces y evitaba encontrármela porque la percibía amenazante para mí.
         Amparo vivía con un hombre negro mayor que ella, que rondaba los 40 años.  Su hombre era un obrero de equipo pesado, media como seis pies y era bastante fornido, con grandes brazos y cabeza casi rapada por el poco pelo que tenia.  Siempre la celaba porque sabía que atraía las miradas y le lanzaban piropos otros hombres cuando salía por la calle.  Cuando llegaba sudoroso por las tardes el negro se iba a bañar a un retrete con ducha que había en el patio.
        Una de esas tardes estábamos jugando al esconder (hide & find) yo con mis hermanos y otro vecino, y a mí me da con ocultarme detrás de la letrina con ducha.  El negro estaba bañándose y como las paredes eran de madera había unos agujeros por los cuales se podía ver hacia el interior,  A mí me da con mirar desde abajo oculto donde me encontraba.  Su cuerpo era como gigantesco sin ropas, el jabón había impregnado su piel con espumas y el agua comenzaba a despojarla para quedar al descubierto la fortaleza de tan admirable cuerpo.  Y comienzo a ver desde abajo,  como aquella Anaconda (pene) estaba como danzando una melodía imaginable al movimiento que daba para que el agua le cubriera.  Era como una pitón prieta, de bastante grosor estaba rematada por una cabeza enorme que asemejaba un champiñón (mushrooom) y cuyos bordes eran de bastante grosor.   Medía bastante de largo pues al cogerla con su mano quedaba como la mitad al descubierto, eso eran como de diez a doce pulgadas, y su grosor se hacía más pronunciado en el medio que en el extremo y su base.  En su base tenia pelos cortos y rizados  y las bolas prietas eran enormes, como las que usábamos para jugar y hacían una pareja bella con aquella berga prieta sobre ellas.  Yo me preguntaba si Amparo jugaría con ese juguete, porque algo tenía que gustarle y encontrarle a aquel negro que aunque no era bello, poseía una cosa admirable en un cuerpo que parecería haber salido del Olimpo. 
         Mi curiosidad no quedo satisfecha.  Fue entonces que me asaltaron ideas para saber más de aquel negro y de Amparo.  Un día no podíamos salir a jugar porque la lluvia incesante no lo permitía.  Yo tampoco me iba a quedar en el cuarto con la familia y me escapo para el patio trasero.  En esos días de lluvia, como que a algunas personas les da con chingar (follar), cierran la casa para estar entregados en su faena sin que nadie los interrumpa.  Me dirijo a la parte de atrás de la casa de Amparo donde había un tendedero techado que usaba para lavar ropa y cuya pared daba al cuarto de ella.  La lluvia que caía del techo era como una cortina de agua por ese lado de la casa, que sonaba en las planchas metálicas que lo cubrían.   De momento escucho a Amparo diciendo con voz jadeante –Ahí, ahí.  Papi dame.. ahí.  Yo no me imaginaba que ella tuviera el padre vivo pues nunca lo había mencionado.  Tampoco tenía a nadie de visita en esos días lo que aumentó mayor mi curiosidad.  Es entonces que comienza a sentirse como un golpeteo contra la pared, intermitente y repetido que hacia vibrar la pared de madera, cosa que la curiosidad me embargaba más y quería ver qué pasaba.   Me asomo entonces por un agujero la pared del cuarto y para mi sorpresa veo al negro que la tiene acostada al borde de la cama, con las piernas en forma de V estiradas y él realizando un baile africano sobre sus caderas.  Mira, aquello era un privilegio haberlo visto a tan tierna edad. 
         Yo sentía como que lo que estaba presenciando era algo imaginado por mí, pero no era así.  Eran personas de carne y hueso realizando un acto sexual que era algo difícil de descifrar para una criatura de mi edad.  Yo sé que el negro no cesaba en su embestida y la mujer se sacudía de tal manera que sus tetas parecían como que se le fueran a desprender con las sacudidas que recibía de las embestidas del negro.  Sus largas uñas las clavaba en la espalda y cintura como las de una pantera.  El negro ni se daba por enterado porque estaba tan sudado en el goce que hacía que sus garras resbalaran en su carne empapada sin lograr arañarlo con marcas.  En una de esas, el negro la suelta, y de su hueco agrandado (coño, pussy) salen unos chorros como de agua de su boquete enmarañado, la verga (pene) del negro estaba tan brillante y dura, que no mostraba signos de desistir en su faena.  Pero no le da tregua.  Comienza a virarla para atacarla entonces por detrás. 
        Esa fue la parte que más me impresionó, porque veía a sus nalgas como temblorosas, como que sabían el peligro que les esperaba.  Y comienza el negro a mojarle el culo (ano) con el agua que había soltado.  Y la mujer no sabía si gritar de gusto o de miedo.  Y comienza a introducirle los dedos corazón e índice de su mano, que le abrieron camino facilitados por el culo mojado, agitándolos vertical y horizontalmente.  Ella comienza a morder la almohada que había puesto en la cabecera.  Una vez el negro sintió que el culo (ano) cedía, saca los dedos y comienza a abanicar su verga (pene) como si quisiera enfriar aquellas nalgas calenturientas.  Entonces le pasa la cabeza de arriba abajo, por la raja tratando de localizar aquel hueco agrandado a mano.  Una vez lo tiene, comienza a meterle la cabeza de la anaconda negra brillosa y resbalosa por el hueco lo que hace que ella sintiera el dolor que le causara que le rompieran el esfínter anal.  No puede.  Es mucho para ella, por lo que utiliza sus manos para echar el pene hacia atrás y sacárselo y coger aire porque era demasiado grande la daga (pene).   El negro comprende que tiene que ir con suavidad y se toma su tiempo.  La deja quieta, pero sin dejar de sobajearla en la crica (pussy) húmeda y desgreñada.  No espera más y procede a meterle nuevamente la pitón (culebra africana) cuya firmeza y dureza no cedía, ante la resistencia del culo que recién había preparado para hacer su entrada.  Ella gruñía como cachorro en destete.  Tal vez pensaba que no iba a resistir la tremenda clavada, pero el gusto superaba sus temores y ya había entrado como la mitad de la verga (pene) cuando comenzaron los jalonasos que a ratos hacía que la cama golpera contra la pared.  Ahora sus uñas se clavaban en las sábanas y su rostro hacía muecas como una demente.




      

       El negro la coge por las greñas como un jockey a las bridas de un caballo en una carrera sobre su monta y la jalonea haciendo que su boca buscara aire hacia arriba y hacia abajo, semejante a los caballos que había visto en las carreras hacia la meta.  Pero su meta era otra, era el gozo que la volvía como loca y le hacía perder todo sentido de dolor y pudor que le pudiera causar la invasión de aquel monstruoso intruso en sus carnes abiertas y desgarradas que la hacía gemir de dolor y de gozo a la misma vez. 
        
         El negro continuaba con su faena rompiendo carne para darle sitio a lo que restaba de su larga y gorda Anaconda africana.  Las bolas golpeteaban  la parte baja de la crica (coño, panocha, pussy) que no dejaba de llorar ante la tortura que su vecino el culo estaba recibiendo.  Entonces el negro comienza como si estuviese serruchando aquel culo ya sacrificado por su dueña como víctima inocente de su lujuria y su desenfreno.  Y comenzaron a unirse en un agarre mutuo y sin ceder sus cuerpos mojados como si hubiesen estado afuera bajo la lluvia incesante.  El negro levanta la cabeza como mirando hacia el techo y con la boca abierta comienza a bramar como un toro en una corrida.  La mujer ya había perdido la pelea y se entrega rendida al festín doloroso de su roto. 

         Cuando el negro le saca aquella enorme culebra prieta, destila un liquido pegajoso y blanco que yo pensaba era una leche que vomitaba su anaconda en su hartera de culo y crica.  El negro la acomoda en la cama entonces y se acuesta con ella bajo las sábanas manchadas de sudor y semen y comienza un ritual de besos y suspiros que ya no me dejaron ver nada mas y me voy retirando hacia mi casa con el recuerdo del negro de mi vecina Amparo.   Ya yo sabía por qué le gustaba aquel criollo de carnes prietas y enorme verga.

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